viernes, 2 de marzo de 2007

El pibe y el viejo (Victor Barrionuevo)

Las curvas del camino de Piedra Blanca hacia la capital de la provincia conservaban la neblina de la noche anterior. El Pibe se había despedido de la abuela Simona y dejado la casona de los Jaime un poco antes de las ocho de la mañana. Manejaba su jeep colorado con mucho cuidado, siempre podía aparecer de golpe un jinete o un chango en bicicleta. Había quedado de encontrarse con Daniel Unzaga para ver unos artículos que quería publicar en La Unión del domingo.
De pronto, tuvo que clavar los frenos para no chocarse contra una jardinera que estaba parada, a unos cinco metros, con el hombre que la manejaba y el caballo, ambos inmóviles, con la mirada perdida en algún lugar indefinido hacia el lado de las montañas. El Pibe era muy tranquilo, pero se había asustado y le gritó al hombre que se moviera, que no podía pasar. Pero el hombre no pestañeó siquiera y ambos, animal y conductor se quedaron tan duros como estaban antes de la llegada del Pibe a la curva. Este salió con el jeep a la banquina y se estrechó contra las cercas de "huevos de gallo", hasta poder pasar al lado de la jardinera inmóvil.
En la curva siguiente, a unos veinte metros, uno de los camiones de los Jaime estaba atravesado casi de un lado al otro de la pista. Otro bocinazo y de nuevo la sorpresa de ver que Julio Jaime, su primo, seguía muy quieto, duro en el volante. El Pibe se bajó a ver qué pasaba, pero allí mismo notó que otros dos coches, a menos de cien metros de allí, estaban también parados, estáticos, con sus choferes inmóviles y callados.
El Pibe llegó hasta el camión de Julio, se subió en el estribo y se quedó helado al ver que el primo seguía con la vista fija en el horizonte, un poco levantado el mentón hacia el espejo retrovisor, pero duro, mudo y sin respiración. Lo tocó, pensando en un síncope, un paro cardíaco, un derrame cerebral repentino. Pero no, Julio estaba con el cuerpo tibio, ni caliente de fiebre, ni frío como un muerto. Simplemente parecía un hombre dormido, sólo que en medio del camino, con el camión cruzado de punta a punta del asfalto. El Pibe se volvió rápido hacia la jardinera, ¡ y el hombre seguía igual!. Corrió hasta el caballo y el conductor del vehículo: ambos estaban rígidos como Julio Jaime. El caballo tenía la cabeza ligeramente girada hacia atrás, pero los ojos estaban duros, el hocico sin respiración, y el cuerpo tibio, como si ambos, el caballo y el conductor de la jardinera hubieran acabado de morir sin caerse, sin perder el hombre sus colores, igual que Julio, como si estuvieran muy simplemente dormidos, pero con los ojos abiertos.
El Pibe empezó a desesperarse, no pasaba una viva alma y ya eran las ocho y veinte de la mañana. Todos los vecinos deberían estar levantados hacía más de dos horas, llevando leche a las casas, empezando sus trabajos, o en medio de las labores del tambo y de las quintas.
Pero no, no había tráfico de coches, ni el ómnibus de las 8 y cuarto había pasado. El Pibe corrió unos noventa metros hacia los otros autos que seguían parados, y lo vio un poco más de lo mismo: en uno, una pareja de vecinos de La Falda, los dos muy rubios y con caras de gringos - el Pibe no los conocía, debía ser gente nueva- estaban como conversando el uno con la otra; pero estaban mudos y quietos, como Julio Jaime y como el hombre y su caballo en la jardinera.
El Pibe sintió un frío en el espinazo. No quiso saber si el otro coche estaba en las mismas condiciones, pero desde lejos veía que adentro había un gordo que tampoco se movía. Corrió hasta el jeep, se subió y arrancó a todo lo que la calzada, obstruida de vehículos parados le permitía, y en algunos trechos tuvo que subirse a la vereda. Manejó hasta la policía caminera en Tres Puentes, se bajó para dar parte de lo que ya era una constatación de la realidad horripilante que había contemplado a lo largo de seis kilómetros de pavor: todos los coches, y el ómnibus de las ocho estaban detenidos, con los motores prendidos y sus choferes y pasajeros duros y callados. No había señales de accidentes ni de nada inusual, ¡a nos ser las más de veinte personas que había visto convertidas en estatuas, los caballos y vacas que parecían muñecos de cera y cientos de pájaros y mariposas —también vio dos murciélagos y tres cuises — tirados por el suelo pero, como las personas, sin una gota de sangre derramada.
El Pibe casi se muere del susto cuando halló, a la puerta del destacamento, a Jorgito Ávalos —el policía caminero, nieto del florista que tenía un vivero al lado de los Ovejero- duro como un maniquí, todavía con una linterna para disipar la niebla matinal encendida en la mano derecha y la izquierda extendida hacia arriba, como en señal de pedirle a algun coche o camión que parase, o que bajara la velocidad.
Su hijo Fabián y la Beba, su mujer, habían estado contándole algunos detalles minuciosos acerca de una serie norteamericana - "Twilight Zone"- que habían visto én la televisión el año anterior, en un viaje a Egipto, ocasión en que Beba había tratado de entrevistar a Nasser. El Pibe pensó que los cuentos de su mujer y su hijo iban a terminar sugestionándolo algún día, tanto le hablaban de H.G. Wells y su Máquina del Tiempo y de la serie Más allá de la Imaginación. Pero esto que estaba viviendo ya era demasiado.
Salió corriendo del destacamento y cubrió los dos kilómetros y medio que le faltaban para llegar a la ciudad en más de veinticinco minutos, tal era el embotellamiento de coches, camiones y ómnibus mal estacionados en medio de la ruta de acceso a Catamarca. La Cacorba y la Chevalier habían largado dos grandes micros interprovinciales cruzados un poco antes del puente y otro en el Hospital de Niños. El Pibe se bajó del jeep y fue a buscar un teléfono público. No funcionó ninguno de los tres aparatos que habían cerca de la escuela Fray Mamerto Esquiú.
Desesperado, gambeteó con el jeep todos los cuerpos inmóviles que parecían haber querido cruzar la calle San Martín en algún momento. Sorteó los coches y ómnibus dejados en medio de las calzadas y manejó hasta la Plaza. Pero lo que vio era todo igual. No lo pensó dos veces y se metió en la primera estación de servicio y llenó el tanque, y todavía se llevó dos bidones de veinte litros cada uno con nafta -no había nadie en movimiento que lo impidiera, y tampoco hubo a quién pagarle- antes de emprender una loca carrera hacia el sur, hasta Córdoba o Buenos Aires, o hasta donde hallara un ser humano que hablara, que se moviera, y que pudiera contarle qué había pasado...
Ya en las Salinas Grandes, y a lo largo de la ruta, no se había cruzado con nadie a no ser un coche parado, también con tres personas duras y mudas adentro.
Al llegar al cruce de Chumbicha, un cóndor en posición de querer levantar vuelo, pero duro sobre el asfalto, le impedía el paso y tuvo que bajarse a la banquina. Al lado del cóndor, una valija abierta en medio de la ruta, le llamó la atención. Se bajó del jeep, se secó la transpiración y se limpió el polvo del camino. Con el sol llegando al cenit, el Pibe calculó que harían unos 45 grados centígrados, por lo menos.
Debajo de un arbusto espinoso, casi sin sombras al rayo del sol salvaje del mediodía, un viejito de barbas largas y un bastón nudoso lo miraba. No estaba duro ni parecía dormido, pero el Pibe no pudo sacarle ni una sola palabra. Adentro de la valija, un tubo de aluminio le atrajo la curiosidad. Lo abrió, junto con dos billetes descoloridos de un verde aguado, de cien dólares, un pergamino o un papel cartulina lo dejó más curioso y pensativo. En letras rojas, una frase:
"Llegará el día en que los falsos profetas, sus falsas monedas y sus dichos mentirosos harten los oídos de todos, y todos se enmudezcan, se queden quietos, duros petrificados, soñando con girasoles, con campos amarillos y anaranjados, donde la codicia de los poderosos no los afecten".
Una voz casi inaudible salió en ese instante de la boca del viejito de bastón y barbas largas. El Pibe se agachó para oírlo mejor, y el viejo repitió algo que no se entendía; y fue cerrando lentamente los ojos hasta quedar inmóvil y mudo, tal cual y como las multitudes de maniquíes que había visto por toda la ciudad. El Pibe se puso en cuclillas y le preguntó:
-¿Está dormido o se siente mal?-
-Estoy dormido, pero me estoy muriendo- le contestó el viejo con un débil susurro.
-¿Qué fue lo que le pasó a toda esa gente dura y muda?. Y Ud. ¿se siente bien?- insistía el Pibe.
-¡Estoy dormido, no me despierte, déjeme morir así!- le replicó el viejo, soltando el bastón largo y nudoso, que al Pibe le recordó el cayado de Abraham que había visto en una Biblia ilustrada que la Beba le trajo de regalo de Jerusalén.
-¿Siente algún dolor?- seguía insistiendo el Pibe.
-No siento nada, estoy dormido y me siento bien, no hay dolor. Pero estoy muriéndome- contestó el viejo, cada vez más pálido, a pesar de su tez mate muy quemada por el sol del Chumbicha y los fríos del invierno en las Salinas.
-Contésteme señor, ¿qué les pasó a todos?¿Qué le pasó a Ud.?¿Por qué estaba bien hasta ahora, y ahora está muriéndose?- seguía el Pibe.
-Estoy bien- y la voz del viejo pasó de un susurro inaudible a un sonido cavernoso, grueso, retumbante, que lo hizo estremecerse y le puso los pelos de punta y la piel de gallina al Pibe.
-¿Está despierto o duerme? - dijo el Pibe , reponiéndose de su terror.
-Estaba durmiendo, Ud. Me despertó, pero ahora estoy... muerto- y la voz, cada vez más áspera y fuerte, hueca, retumbante del viejo, le hacían erizar todos los pelos de la nuca al Pibe.
La voz del viejo, que había sido débil e inaudible, parecía ahora llegar desde muy lejos, como desde una caverna en las profundidades de la tierra. El Pibe, un hombre fuerte y corajudo, no pudo reprimir un casi desvanecimiento causado por el pavor que la voz de ultratumba le provocaba.
Dejó al viejo en su posición de cuclillas, pero luego se arrepintió; volvió y lo estiró sobre el pasto ralo y salitroso. El cuerpo del anciano seguía tibio y sin la rigidez creciente de un cadáver que ya era. Un coche pasó a una velocidad superior a los ciento ochenta por hora, y el Pibe tardó en darse cuenta que era ésa la única señal de vida activa, aparte del viejo y de él mismo, claro, que había notado en las últimas cinco horas.
Le pareció recordar, antes de volver al jeep rojo y seguir camino al sur, rumbo a Córdoba o Buenos Aires que, pintado en el baúl del coche que había pasado, se veía un girasol amarillo. Es lo último de lo que se acuerda antes de desmayarse.

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